Cuando empecé a investigar sobre mujeres compositoras tuve dudas acerca del punto de vista desde el que lo quería enfocar. Para llegar a una respuesta, comencé a recapitular información y organizarla a través de colores en un archivo de word: en rojo, frases y citas de críticos, músicos y ellas mismas; en verde, análisis general de su obra compositiva e impresiones propias; en negro, información general; y en violeta cualquier asunto que repercutiera en el hecho de ser mujeres. Fue bastante revelador encontrar toda una sucesión de líneas moradas, una tras otra. Para analizar estos datos utilicé una máxima que, aunque demasiado simple, suele ser bastante significativa: si cambiamos el sexo del protagonista de cualquier anécdota o historia y con ello esta pierde su sentido, estaremos hablando de una posible desigualdad.
Un ejemplo de esto: cuando la compositora inglesa Elizabeth Maconchy (Reino Unido,1907-1994) ganó la prestigiosa beca Mendelssohn del Royal College Music of London, el director del mismo, Sir Hugh Allen, se negó a entregársela porque seguramente se casaría y no volvería a escribir jamás. Ahora, démosle la vuelta a esta anécdota e imaginémonos que Maconchy fuera un hombre; ¿No suena ilógico? Otro ejemplo podría ser Louise Farrenc (París, 1804-1875), magnífica compositora y profesora de piano del Conservatorio de París que luchó durante diez años por igualar su salario al del resto de sus compañeros docentes. Qué extraño nos sería si Farrenc fuera hombre y el resto del profesorado mujeres, ¿verdad?
Cécile Chaminade (París, 1857-1944), podría ser uno de los pocos ejemplos de mujer compositora que pudo experimentar el reconocimiento de la crítica musical de su época. Incluso con la enérgica negativa de su padre, esta talentosa niña consiguió deslumbrar hasta al mismísimo Georges Bizet; amigo de la familia y que la llamaba cariñosamente “mom petit Mozart”. Gracias a su empeño porque Cécile estudiara música y los ruegos y llantos de su madre, consiguieron convencer a su padre para que definitivamente pudiera estudiar en el Conservatorio de París. Sólo puso una condición: no debería participar en ninguna asignatura ni actividad colectiva. Y así fue como la joven Cécile estudió durante años en la más profunda soledad junto a su mentor Benjamin Godard.
A pesar de la negativa de ese padre autoritario que siempre quiso prepararla para ser una “buena madre y esposa”; a pesar de que una parte de la crítica tratara su obra de manera despectiva como “música de salón”; y a pesar de que se dijera que “no era una mujer que componía, sino un compositor que era mujer.” se podría decir que fue una privilegiada por algo tan sencillo como poder dedicarse a la composición, y vivir de la misma.
Es curioso que en el caso de Cécile, que disfrutó de la fama de su obra (en Estados Unidos incluso fue inspiración para la fundación de clubs femeninos; se usaba su nombre para gamas de cosméticos y sus obras se vendían por miles), sintió siempre una fuerte inseguridad hacia su obra, ya que en esta época, el papel de la mujer era muy diferente al que Cécile desempeñaba, y eso era algo que le atormentaba. Mujer y creación eran conceptos incompatibles.
“Yo no creo que las pocas mujeres que han alcanzado grandeza en el trabajo creativo sean la excepción, sino que pienso que la vida ha sido dura para las mujeres; no se les ha dado oportunidad, no se les ha dado seguridad… La mujer no ha sido considerada una fuerza de trabajo en el mundo y el trabajo que su sexo y condición les impone no ha sido ajustado a darle una completa idea para el desarrollo de lo mejor de sí misma. Ha sido incapacitada, y sólo unas pocas, a pesar de la fuerza de las circunstancias de la dificultad inherente, han sido capaces de conseguir lo mejor de esa incapacitación” (Cècile Chaminade).
No fue la única. Ana Amalia de Prusia (Prusia, 1723-1787) era tan crítica con sus partituras que se deshizo de gran parte de ellas por no considerarlas suficientemente aceptables; y es que la triste vida de Ana Amalia estuvo marcada por la eterna lucha contra su destino. Arrastrada por los cabellos por su padre el rey Federico I de Prusia cuando la encontraba tocando o estudiando música; más tarde encerrada en un monasterio por casarse con su amado, el varón Federico von der Trenck (personaje que fue inspiración para escritores como Victor Hugo y que murió en la guillotina tras años encerrado en la cárcel por casarse en secreto con Ana Amalia), no paró de continuar escribiendo a pesar de todas las trabas, de la reputación, del sufrimiento que le había causado su elección de libertad. Terminó sus días como una gran coleccionista de partituras antiguas que aún hoy día se conservan en la biblioteca de Berlín.
Han sido tan dispares los destinos de nuestras protagonistas como curiosos: algunas sucumbieron a lo que la sociedad demandaba de ellas como mujeres, y decidieron abandonar su vocación para convertirse en esposas; como Anna Bon di Venezia (Rusia, 1739-¿?) o Dora Bright (Reino Unido, 1862-1951), que aun teniendo un prometedor futuro, tras casarse, literalmente desaparecieron del mapa. Jamás volvieron a componer; aunque me gusta imaginar que en su mundo interior tan rico y brillante, siguieron creando música para ellas mismas. Otras, decidieron protestar ante la tiranía del estado: la prestigiosa Sofía Gubaidulina (Rusia, 1931) entró en una lista negra por no ceder ante los que consideraban que su música no casaba con los valores del régimen soviético. Fue criticada, humillada, exiliada e incluso agredida, pero jamás se rindió:
“Mi protesta se reflejaba, de algún modo, en mi música. Fue difícil. Los regímenes totalitarios persiguen al que quiere ser libre”. (S. Gubaidulina)
En pleno período romántico, una prolífica pianista y escritora, con admiradores de la talla de César Frank, se enamoraba del joven artista Amédée Landély Hettich, firmando así su sentencia. La familia de la talentosa Mélanie Bonis (París, 1858-1937) la apartó de su carrera musical, la casaron con un viudo con cinco hijos a los que obviamente tuvo que criar, más tres que nacerían del matrimonio. Tras quince años, se reencontró con el amor de su vida y volvió a componer a escondidas, pero ya era tarde: las tendencias compositivas de la época y la inseguridad de tantos años apartada de su gran pasión hicieron que su música no fuera más allá del papel. En la correspondencia que mantuvo con su hija no reconocida (fruto de sus escapadas con Amédée), afirmaba así su aflicción:
“Mi gran tristeza: no oír nunca mi música”.
Otras compositoras han dedicado gran parte de su vida a luchar y dar visibilidad al trabajo de otras artistas, como la australiana Anne Boyd (Sydney, 1946); primera mujer en ser nombrada profesora de música en la Universidad de Sydney y que todavía continúa su legado como pedagoga, colaborando en la actualidad en obras teatrales de mujeres australianas, entre otras cosas. La estadounidense Katherine Hoover (EEUU, 1937-2018) sintió gran pesar al observar que la figura de la mujer era inexistente en el mundo de la composición. De hecho, tuvo bastantes problemas en las clases por el hecho de ser mujer. No hablamos de cien años atrás, ésta escritora nacida en el 37 y que falleció hace menos de un año, fue una ferviente luchadora por las mujeres creadoras, y su papel para la conservación y visibilización de obras de compositoras ha sido crucial en su país. En su música tan llena de frescura y espiritualidad, podemos escuchar el sonido de la libertad.
Las letras violáceas de mis apuntes abundaban en el papel, pero sería injusto no hablar de lo maravilloso de su obra, lo cual inundó mis hojas de un verde esperanza: he descubierto una enorme riqueza musical en sus piezas; piezas y estilos tan genuinos en estructura y lenguaje, que siento haber encontrado una especie de tesoro oculto ante mis narices, algo que siempre ha estado ahí, esperando a ser encontrado y escuchado. El compositor francés Pierre Schaeffer, creador de la música concreta, habló así de la obra de Claude Arrieu (París, 1903-1990):
“Arrieu es parte de su tiempo en virtud de una presencia, un instinto de eficiencia, una audaz fidelidad. Cualesquiera sean los medios, conciertos o canciones, música para eventos oficiales, conciertos para la élite o para una multitud de espectadores, ella consigue transmitir la emoción a través de una técnica impecable y una cuidada espiritualidad, encontrando el camino al corazón “.
¿Qué diferencia existe entonces con la música compuesta por hombres? Ninguna.
Las creadoras en las que está inspirado este artículo son once mujeres de diferentes ámbitos sociales, geográficos, épocas e incluso artísticos dentro de la composición, pero he encontrado entre todas ellas algo en común: una espada de Damocles sobre cada una de ellas por el mero hecho de ser mujer. Cabe preguntar si su obra musical sería igual si hubieran vivido en una libertad real, sin esa presión latente tan presente en ellas de que lo que hacían, a lo que se dedicaban, no era el papel que debían representar. ¿Cuánta música habrá quedado sin escribir, perdida y destruida por el miedo?